Lo que nadie te dice sobre envejecer en tu propio hogar

casa

Mira, yo no sé en qué momento pasó, pero un día me levanté y sentí que esta casa ya no era mía. Era misma de siempre, donde me crie, pero era distinta… como si se hubiese ido quedando tan vieja como yo, pero a su manera y con sus achaques. Pero no pasa todo esto porque la casa esté vieja, sino porque creo que ya no me entiende. Antes, la casa y yo nos llevábamos bien. Ahora, es como vivir con una señora que me ignora todo el tiempo.

Al principio, todo tenía sentido para mí. Estaba mi marido, los críos, los muebles nuevos, la rutina… y yo me pasaba el día limpiando, cocinando, recogiendo juguetes o haciendo café para las visitas. Me faltaban manos, pero no me pesaba, de verdad, me gustaba hacerlo. La casa tenía ruido, vida, movimiento. El salón servía para hablar, reír, pelear y ver la tele, ¡para todo!

Ahora está todo en silencio… y eso no me gusta.

 

Las habitaciones que se quedan vacías

Los críos se fueron, claro. Uno con la novia, que luego fue su mujer (y luego se separaron, pero eso no viene al caso). El otro se fue a otro país. Por trabajo, dice, yo qué sé. La habitación del chico lleva sin tocarse desde que se marchó. Está su escritorio, su cama, sus libros… todo igual. Y eso que hace años que no duerme aquí.

La otra habitación la usó mi hija cuando volvió un tiempo, después de su divorcio. Me acuerdo bien porque trajo maletas y vino muy enfadada. Pero se fue otra vez, con uno nuevo. Y ahí está la cama, sin sábanas desde entonces.

Y claro, la casa se me hace grande. Pero no de ese grande bueno… grande de vacío. Grande de “¿para qué quiero yo todo esto?”. Abro una puerta y no sé ni qué hay dentro: cajones con cosas que no uso, bolsas con ropa que ya no me entra, regalos que no sé quién me dio…

Y no sé si tirarlo todo o cerrar la puerta y hacer como que no existe.

 

No es que no nos quieran, es que no cabemos en sus agendas

Una no quiere dar pena, de verdad que no, pero hay días en los que se hace difícil no sentirse olvidada. No digo que mis hijos no me quieran, lo sé, me lo dicen. Me llaman de vez en cuando, me traen cosas, me preguntan si necesito algo… pero el tiempo pasa, y yo me he quedado sola en una casa demasiado grande. Y, cuando llega la noche, esa soledad pesa mucho.

Y no los culpo del todo, ¿eh? Ellos tienen su vida, sus trabajos, sus hijos, sus problemas. No pueden estar pendientes de mí a todas horas, ni vivir en función de lo que yo necesito, eso lo tengo claro. Pero eso no quita que yo me sienta sola, que haya días en los que no hablo con nadie, ¡días enteros! Y eso no es vida.

Nosotros, los mayores, estamos en un rincón. No molestamos, pero tampoco contamos. Nos ven como una responsabilidad más, no como personas con voz, con ideas y con historia. Y la casa, esta casa, que antes era un punto de encuentro, ahora es como una caja cerrada. Aquí dentro pasan mis días, mientras allá fuera todos corren.

Yo no quiero que me solucionen la vida, solo quiero sentir que todavía formo parte de algo, que todavía importo. Aunque sea un rato. Aunque sea en su agenda apretada…

 

El baño da miedo

La bañera, mira… cada vez que me meto tengo miedo de no poder salir. Un día me resbalé, sin llegar a caer del todo, pero me quedé un buen rato agarrada a la toalla pensando si era mi final. Así de triste. Y cada vez que entro, pienso en eso: en que ya no tengo la agilidad de antes, ni fuerza, ni las ganas.

He pensado en cambiarla, pero me da pereza. Y miedo, también. Porque cuando una llama a alguien para hacer obras, nunca sabe qué va a pasar. Si te van a dejar todo patas arriba, si van a cobrarte el triple, si vas a poder usar el baño mientras tanto…

Mi nieta me dijo que hay empresas que hacen reformas sin líos, por partes, y pensando en la gente mayor. Que si quieres solo cambiar la bañera, lo hacen. Que si necesitas una ducha con agarraderas, también. Hablé con algunas, como con Reforma Integral Granada, y ellos me explicaron todas las posibilidades. Muy majos, ellos.

 

La cocina ya no es lo que era

Antes me gustaba estar en la cocina. Era mi sitio, me pasaba horas allí, haciendo guisos, tortas, embotando tomates… ahora entro lo justo. Me cansa estar de pie, el suelo resbala, la luz es mala, la campana hace un ruido extraño que no sé ni cómo no me vuelve loca… Y encima, como poco. Caliento cualquier cosa y a correr.

Tengo una cocina que fue pensada para una familia, y ahora estoy sola. Es grande, pero mal aprovechada. Tengo armarios arriba que ya no alcanzo y, si quiero bajar algo, tengo que subirme a la silla. ¿Y si me caigo? Pues nadie se entera. A veces pienso que debería bajarlo todo, reorganizarlo. Pero no tengo fuerza para eso ni sé por dónde empezar.

 

Todo se me hace cuesta arriba

Antes, si algo se rompía, lo arreglaba mi marido, o al menos lo intentaba. Ahora, cada vez que se estropea algo, tengo que esperar a que venga mi yerno o llamar a un técnico. Y cada técnico es una historia. Unos no llegan nunca, otros te cobran lo que les da la gana, algunos ni te miran a la cara, como si por ser vieja una no entendiera nada.

Los enchufes están mal colocados, la lavadora vibra tanto que parece que va a salir andando, las ventanas cierran mal, las puertas se hinchan con la humedad… Pero vas dejando pasar porque arreglar una cosa es abrir la caja de los problemas.

Y no tengo ya paciencia para tantos.

 

¿Mudarse? Ni pensarlo

Hay quien me ha dicho que me busque un piso más pequeño, más moderno y adaptado, que venda este y me vaya a un sitio nuevo. Mira, yo no soy tonta, sé que sería más cómodo, pero también sé que no quiero empezar otra vez. No quiero cajas, no quiero mover recuerdos y no quiero que un desconocido duerma donde dormimos Paco y yo hace cuarenta años.

Además, ¿a dónde me voy a ir? ¿A un apartamento para mayores? No, gracias, esto es lo que tengo. Aquí sé dónde está cada cosa. Aquí escuché las primeras palabras de mis hijos. Aquí enterré a mi marido. Aquí crecí, envejecí, me equivoqué.

Esta es mi casa, aunque ya no se parezca a lo que era.

 

A veces, una necesita ayuda

Sé que sola no puedo cambiar mucho, pero no por eso quiero dejarlo todo como está. No quiero seguir teniendo miedo de ducharme, no quiero seguir sin poder abrir bien las ventanas ni un salón lleno de muebles que ya no uso. Quiero simplificar, hacer que esta casa me acompañe en esta etapa, como lo hizo en las otras.

Por eso lo de reformarla me pareció una idea buena idea.

 

El cambio da miedo, pero seguir igual, más

Yo no necesito vivir en una revista, solo quiero poder vivir tranquila, poder invitar a mis nietos y no tenerles que decir “tened cuidado con la puerta del baño, que se atasca”. Poder moverme sin tropezar con una alfombra, poder abrir un armario sin que me caigan las ollas.

He vivido muchas etapas aquí, y cada una ha cambiado la casa. Algunas veces la pintamos, otras, cambiamos los muebles. Luego llegaron los nietos, y otra vez juguetes. Luego se fueron. Y ahora estoy aquí, con un montón de espacio que ya no uso, y un cuerpo que no me deja disfrutar del resto.

Pero aún me queda algo de voluntad, y me gustaría usarla para que la casa se parezca un poco más a lo que necesito. Que me abrace, en vez de estorbarme. No necesito grandes cosas, solo algo de sentido común. Y si para eso tengo que pedir ayuda, lo haré.

 

No esperes a que sea tarde

Si pudiera decirle algo a los que vienen detrás, sería esto: no esperes a que la casa te quede grande, no esperes a tener miedo de caerte. No esperes a que te pese cada escalón, cada puerta, cada enchufe. Haz los cambios cuando aún puedas decidir tú, con la cabeza clara y sin prisas.

Yo he esperado demasiado, pero no quiero que eso me paralice ni me haga rendirme. Quiero cambiar, aunque sea poco a poco. Tirar esa maldita bañera que tantos sustos me ha dado, cambiar la luz de la cocina que parpadea cada noche, poner agarraderas firmes en el pasillo… pequeñas cosas que marcan una gran diferencia.

Y, si con eso puedo estar un poco más tranquila, moverme sin miedo, dormir mejor y vivir con un poco más de dignidad y seguridad, ya valdrá la pena.

Porque una casa no debería convertirse nunca en una trampa, y menos a estas alturas de la vida.

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