El pan, algo que era para mi lo mejor del mundo se convirtió en mi enemigo. Y sí, mi historia comienza como la de todos los que ahora somos celiacos. Vivía con malestares que nunca terminaban de tener explicación: dolores de barriga que aparecían sin motivo, cansancio que no se me quitaba ni durmiendo doce horas, cambios de humor que ni yo misma entendía.
Os cuento como anécdota que había días en que después de comer sentía que tenía una piedra en el estómago, y otros en los que apenas podía salir de casa por la diarrea o la hinchazón. Y así iban pasando los días, pensando que era algo normal.
Al principio acudí a varios médicos de cabecera. Todos me decían lo mismo: que probablemente era colon irritable, que debía evitar el estrés, que quizás comía demasiada comida rápida. Algunos me recetaban probióticos, otros me aconsejaban tomar más fibra. Yo era buen paciente y seguía sus órdenes, pero el dolor no se iba. Cada X día me pasaba varias horas en el baño.
La situación empeoró cuando empecé a perder peso sin razón aparente. Había días en los que cualquier comida me dejaba tirada en la cama. Recuerdo especialmente una tarde en la que fui a tomar un café con una amiga y después de un simple bocadillo tuve que irme a casa porque sentía que me partía el abdomen. Ese día me asusté de verdad.
Fue entonces cuando decidí buscar un especialista privado. Sabía que iba a ser un gasto, pero también sentía que ya no podía seguir así. El digestivo que me atendió en la clínica Alyan Salud me escuchó con una paciencia que hasta ese momento nadie había tenido.
La prueba
Tras contarle mi historial de síntomas, me propuso hacer una gastroscopia. Nunca había oído hablar mucho de esa prueba, y la idea de que me metieran un tubo por la garganta no me hacía ninguna gracia, pero acepté. Nadie dijo que esto fuera fácil, ¿verdad?
La gastroscopia no fue tan terrible como imaginaba. Al final, el médico me explicó que era celíaca. Recuerdo que lo primero que pensé fue: “¿Y eso qué significa exactamente?”. Eran otros tiempos donde no había tanta información como ahora. Él me habló con calma, me explicó que mi intestino no toleraba el gluten y que cada vez que lo consumía mi cuerpo se dañaba a sí mismo. Y sí, es algo que era para siempre.
Me parecía imposible llevar una vida sin pan, sin pasta sin cerveza. La verdad es que salí de la consulta con el diagnóstico y una sensación de alivio mezclada con tristeza. Por fin sabía lo que me pasaba, pero al mismo tiempo tenía que despedirme de costumbres que habían formado parte de mi vida desde siempre, mucho antes de lo que pensaba.
Los primeros meses fueron duros. En el supermercado me sentía perdida, leyendo etiquetas una y otra vez, descubriendo que el gluten no estaba solo en el pan, sino también en salsas, embutidos, e incluso en algunos chocolates. Comer fuera era otro reto: tenía miedo de que se me colara gluten por una simple contaminación cruzada.
Pero con el tiempo, poco a poco, fui adaptándome. Aprendí a cocinar de otra manera. Descubrí harinas sin gluten con las que hacer bizcochos y panes caseros. Encontré restaurantes que se tomaban en serio la seguridad alimentaria y pude volver a salir a cenar con amigos sin miedo.
Hábitos cambiados
Incluso mis familiares empezaron a cuidarme: mi madre aprendió a preparar su famosa salsa de tomate sin usar harina para espesarla, y mis amigas ya saben que cuando hacemos reuniones hay que separar la comida.
Hoy, varios años después del diagnóstico, mi vida es muy diferente. Me siento mucho mejor físicamente: la hinchazón desapareció, tengo más energía, y hasta mi carácter cambió porque ya no vivo agotada ni dolorida. Mis hábitos también se transformaron. Ahora cocino mucho más en casa, planifico mis comidas y disfruto probando recetas nuevas sin gluten, y oye, están muy buenas. Siempre llevo algún snack seguro en el bolso por si surge una situación imprevista.
Ser celíaca, para bien o para mal, me enseñó a escuchar a mi cuerpo y a cuidarme de verdad. También me volvió más consciente de lo que como, más agradecida por cada día en el que me siento bien. Sí, extraño algunas cosas no voy a negarlo porque sería mentir, pero descubrí un mundo nuevo de sabores y, sobre todo, recuperé algo que había perdido, que era la tranquilidad de vivir sin dolor constante. Así pues, es algo que recomiendo a todo el mundo.